XXVII MUESTRA DE MÚSICA ANTIGUA CASTILLO DE ARACENA: Historias de un ángel
Johanna Rose - viola da gamba y Josep María Martí Duran - tíorba
"Historias de un ángel"
Notas al programa: Les liaisons dangereuses, el inteligentísimo libro de Choderlos de Laclos, es un ojo de cerradura por el que espiar la fascinante e inconsciente vida de la aristocracia francesa del siglo XVIII. Nos retrata un mundo ya decadente, amoral y frívolo, pero al tiempo refinado y sutil; un ambiente ceremonioso, de formalidades rígidas y rostros imperturbables, pero bajo cuyas severas máscaras se mueve un torbellino de pasiones humanas, casi animales.
El libro fue escrito cerca ya del traumático final de ese mundo. Algunas décadas antes esa Francia aristocrática había alcanzado el cénit de su poder y sus glorias artísticas, y la música de su corte –Versalles, claro– fue la metáfora perfecta de ese ambiente: tan alejada como le fue posible de las influencias extranjeras, la música francesa, extremadamente conservadora, se regía por tradiciones y formas invariables, pero bajo esa apariencia formalista vibraban sentimientos profundos, intensas emociones veladas. Mientras sus coetáneos italianos, como Corelli o Vivaldi, se lanzaban a la innovación armónica y la experimentación formal explorando formas abiertas que sorprendían al oyente, los músicos franceses del momento reproducían los viejos modelos de las danzas tradicionales, de origen folklórico, con sus frases simétricas en forma de pregunta y respuesta, sus armonías obstinadas (como en las chaconnes y pasacailles) y sus esquemas siempre iguales a sí mismos. Pero del mismo modo que los artistas del rococó –que compartirían palacio con nuestros músicos– llenaron de sutilísimos ornamentos las formas simétricas de la arquitectura clásica, los músicos de las cámaras versallescas llenaron esas formas musicales aparentemente simples de infinitos detalles, de docenas de maneras de dar vida a una nota de dejarla morir, de tensiones melódicas que convertían esas canónicas piezas en un vital mundo de suspiros, disonancias, lamentos y alegrías: una música aparentemente inocente que permitía dejar expresar pasiones volcánicas sin torcer el gesto ni poner en duda el férreo orden establecido por Luis XIV.
En ese mundo hizo carrera el gran Marin Marais, el violagambista hijo de zapatero, que según escribió Hubert Le Blanc en 1740 “avoit été déclaré jouer comme un ange”, y que ascendió desde lo humilde a lo más alto del escalafón musical de la corte francesa gracias a su talento y su adaptación al medio. El éxito de sus cinco libros para viola da gamba testimonia que su música no solo era amada por Versalles, sino que también fascinaba a la burguesía parisina, imitadora inevitable de las formas de la corte de las cortes. El rondeau Le Bijou es ejemplo perfecto de su música: un estribillo sencillo pero irresistiblemente encantador vuelve una y otra vez, enmarcando episodios que sumergen al oyente en una atmósfera cada vez más melancólica. Como Le badinage o, justamente, La petite, se trata de una pequeña obra maestra de la melodía, sin pretensiones innovadoras ni armonías originales, pero en todas ellas Marais dibuja estados de ánimo –uno diría que incluso personas, como en La reveuse, la soñadora– con la perfección de un retrato de Quentin de La Tour. En otras ocasiones Marais traza con la viola panorámicos paisajes, desarrollados –la música es inexorablemente un arte temporal– en piezas narrativas de episodios diversos, como Cloches ou Carillon –con sus cambios súbitos de modo y compás– o el grandioso Grand Ballet; y por el contrario no pocas veces dejó por escrito obras de ambiente improvisado, de compás casi libre, como sus preludios. En todas esas obras Marais muestra un dominio absoluto de su instrumento, con un uso ejemplar de su resonancia para alternar armonía y melodía, aunque solo en contadas ocasiones –Le Tourbillon es un ejemplo extremo– obliga al músico a salvar dificultades técnicas extremas, que sin duda habrían privado de compradores a sus tiradas editoriales.
El angelical Marais fue, en suma, uno de esos maestros que llevan el arte a la cima en su pequeño gran universo, reconocido y admirado por los suyos –que resultan ser la corte más fastuosa de todos los tiempos–. Los nuevos vientos musicales italianizantes se llevarían pronto por delante ese peculiar y ensimismado mundillo musical –la viola da gamba con ellos– y los nuevos vientos políticos arrasarían no mucho más tarde, en la revolu-ción de todos los tiempos, con su mundo al completo. Como Choderlos de Laclos, la música nos permite espiar ese ambiente extinto por un pequeño ojo de cerradura.