¿Cómo se contará nuestra historia cuando ya no estemos ahí para defender nuestro punto de vista?
¿Cómo fijar la versión más justa de los acontecimientos? ¿Cómo vacunarse contra la manipulación?
¿Cuánto dura la posteridad y cuánto tarda en deformarse y difuminarse?
La imagen pública es una preocupación que atraviesa a la humanidad desde sus albores. Cómo nos perciben los demás determina cómo nos comportamos y cómo será el legado que dejemos a las futuras generaciones. Es ahí, en parte, donde se enraíza nuestro profundo deseo de
encajar, de llevarnos bien con las demás personas y de tener la razón. Sin embargo, nunca como ahora hemos sido tan conscientes de la construcción de nuestra imagen pública, y dedicamos cantidades ingentes de tiempo a emitir por redes sociales el relato que queremos
que el mundo reciba de nosotros. Irónicamente, para fijar esa verdad usamos técnicas de manipulación de lo más burdo: elegimos qué enseñamos y qué ocultamos, sometemos las imágenes a edición para resaltar lo que más nos favorece, seleccionamos quiénes tendrán acceso a esa representación... Sin embargo, por más esfuerzos que dediquemos a construir una imagen pública conveniente, nunca es suficiente. Lo que la gente recibirá de nosotros y construirá sobre nosotros siempre estará sujeto a la herramienta de distorsión más primaria: las historias que nos contamos.